domingo, 27 de enero de 2019

La rebelión de los artefactos



Esta es una cuestión que ha estado siempre presente en el inconsciente colectivo de la humanidad y en el subconsciente individual de cada uno de nosotros. Recuerdo que, de niño, al apagarse la luz de mi habitación, esperaba anhelante a que pasase algún tiempo para darme vuelta en la cama violentamente, a la vez que encendía la luz, y sorprender a mis juguetes en algún movimiento que yo oscuramente presentía. Sin saberlo entonces, estaba haciendo lo mismo que millones de niños hacen desde el comienzo de nuestro tiempo histórico, lo que fue y es un elemento de la magia primordial y no ha podido cubrir totalmente el dudoso regalo de Prometeo: el fuego de la mente, la razón.

El título de este trabajo reproduce el de una vieja tablilla babilónica referente al mito de Gilgamesh, hoy depositada en el British Museum. En ella se narran los tiempos anteriores al Diluvio, del cual Gilgamesh quedaría como semilla torturada de los hombres que habían perdido la inmortalidad natural y debían adquirir la conciencia de una inmortalidad sumergida en el mar del tiempo, bajo la forma de alga encantada. Y, entre muchas otras cosas misteriosas, en esa tablilla se dice que los hombres prediluvianos fueron sorprendidos por una «rebelión los artefactos», de sus propias obras, que cobraron vida y se rebelaron.

En el otro extremo del mundo, en las ruinas de Chan-Chan, la que fue capital de los chimús, en la costa norte del Perú, Departamento de Trujillo, pude, hace años, observar un friso en donde también aparecían, hechos por mano de hombre, objetos de los cuales surgían brazos y piernas, danzando y escapando de sus lugares naturales.

¿Pueden los artefactos tener vida propia?
Aunque nuestra mentalidad materialista, moldeada por los prejuicios de los siglos XVIII y XIX, se rebele ante ello, podemos contestar que sí. No solo pueden, sino que su vitalización es inevitable desde el momento en que fueron pensados, deseados y hechos por el hombre.

Recurramos al viejo ejemplo del alfarero. Su trabajo puede ser estratificado en tres niveles:

1.º) El alfarero piensa, imagina, ve en su espejo intelectual el jarrón que construirá. Le da tamaño, color y demás características.

2.º) El alfarero se provee de barro dócil, de una rueda y otros utensilios. Su deseo le hace reunir esos elementos y empezar la obra. Una masa de barro girará entre sus manos, tomando lentamente formas que, sin ser las definitivas, tienden hacia ella.

3.º) La forma se ha plasmado en el barro, que reproduce lo pensado, soñado y deseado. Colores y barnices, así como el calor del horno terminarán esta verdadera materialización mágica. El pensamiento, ayudado por el deseo y finalmente por la ceremonia del trabajo, han hecho el prodigio.

El jarrón no es, evidentemente, un simple objeto, una cosa sin más contenido que su propia «cosidad». Es una criatura extraída de los planos sutiles del pensamiento por la fuerza de la necesidad y plasmada en una materia obediente, naturalmente amorfa, pero que ahora recoge y mantiene una forma mental y un magnetismo que le fue proporcionado por su propia plasmación, en la interacción de los elementos simples, como en una batería húmeda que se vuelve seca con el tiempo. El alfarero, con sus manos o con los intermediarios de sus manos –herramientas y utensilios diversos– le ha dado la chispa de vida, que se mantendrá hasta que la forma se deteriore y sea destruida.

La interpretación filosófica y esotérica de estos hechos sobrepasa la infantil división que en los últimos siglos se ha hecho entre los llamados seres vivos y los inanimados. La física actual y la química contemporánea están escapando, afortunadamente, de estos moldes positivistas, reconociendo, la primera, alguna forma de vida en todas las cosas del Universo, sujetas a ciclos de reproducción y muerte; ajustando sus definiciones, la segunda, a una ciencia que ya no se divide en «inorgánica» y «orgánica», sino que a la orgánica se la clasifica como «química del carbono», por ser este elemento el que prevalece en los materiales utilizados en la arquitectura biológica.

Así, nada está muerto, despojado de vida, de una u otra manera.

Todo tiende a sobrevivir. Fáciles experimentos nos lo demuestran.

Si golpeamos con la mano en la mesa, junto a un insecto, este huye, preservando su integridad vital. Podemos decir que es algo vivo. Pero si a la misma tabla de la mesa la sometemos a una fuerza de torsión, veremos que esta se resiste; esta es una manera, si bien pasiva, del instinto de supervivencia. De allí que entre el insecto y la tabla de la mesa no haya más diferencia que la intensidad y forma que ha asumido la vida, chispa que enlaza, ilumina y justifica la existencia de la materia y de la energía, siendo ambas, expresiones de una misma cosa, como bien lo definieron los antiguos filósofos hindúes al referirse a Jiva Prana.

Una mayor sensibilización en el hombre le permitiría oír en el crujido de la madera que se quiebra, el mismo grito de agonía de un animal que muere. Este mundo es, a la vez, trágico, dramático y cómico… Sus actores salen al escenario incontables veces, representando papeles diferentes, e incontables veces desaparecen, lo abandonan, para volverse a maquillar y aparecer de nuevo. Tal es el proceso de purificación que necesitan todas las almas, estén en el plano de conciencia en que estén. Nada es realmente «creado»; todo se plasma y lo que hace la diferencia es la forma de plasmación, de nacimiento y muerte. Percibir este viejo arcano nos despojaría de una buena carga de vanidad.

¿Pueden los artefactos adquirir carga vital extraordinaria?
Sí. Además de esa vitalización inevitable a que nos referimos anteriormente, cuando un artefacto está en contacto directo y cotidiano con los seres humanos y aun con animales, adquiere una carga vital «extra», se personifica, y a veces, incluso, recibe nombres cariñosos y tratos que más se parecen a los que un ser vivo merece –dentro de lo que la terminología corriente acepta como seres vivos–.

También una atención centralizada otorga a un artefacto, una estatuilla u objeto cualquiera, una capacidad de respuesta a determinados estímulos que se manifiestan, en ocasiones, como fenómenos parapsicológicos. Es el caso de las antiguas imágenes de cualquier religión. La devoción de los fieles, los cánticos y plegarias «cargan» el objeto y lo hacen «milagroso». Esto explica por qué muchos párrocos se niegan a cambiar sus vetustas imágenes, carcomidas y desfiguradas, por otras nuevas más asépticas y estéticas.

Las viejas religiones mistéricas conocían y utilizaban esta cadena fenoménica. Cuando se inauguraba un templo en el antiguo Egipto, por ejemplo, se delimitaba un trozo de terreno en concordancia con una porción del cielo, y desde los cimientos hasta los capiteles de las columnas, eran cuidadosamente tallados, colocados y consagrados en momentos astrológicos especiales, confeccionados con piedras de lugares determinados, todo ello a través de un ceremonial de trabajo complejo y eficaz. Las estatuas y paneles más importantes, así como los objetos móviles rituales, recibían la inserción directa de un espíritu de la naturaleza –que los actuales ocultistas llaman «elemental»–, programado para responder a ceremonias de evocación e invocación. Así, a la carga normal que aportaban los fieles, se sumaban las corrientes cósmicas y telúricas, las influencias astrológicas y las naturalezas magnéticas de las piedras.

Estos artefactos teológicos eran de gran ayuda para la labor mistérica de los sacerdotes iniciados. Y también realizaban «milagros», como curaciones masivas, visualización de las formas de los dioses, etc.

Algunas de estas viejas estatuas siguen cargadas, cosa que intuyen los turistas que al visitar los museos o las ruinas de los templos, se sienten sobrecogidos y guardan respetuoso silencio. Incluso hay quienes llegan a sentir temor y, víctimas de sus miedos y obsesiones, atribuyen luego los efectos negativos a supuestas maldiciones, que en todos los casos no han pasado jamás de ser advertencias, tales como las que se ponen hoy sobre las cajas que guardan cables eléctricos.

Con el tiempo, las estatuas se desactivan y conservan tan solo sus elementos naturales, con sus propiedades normales.

¿Cabe la posibilidad de la rebelión de los artefactos?
Para contestar esta pregunta, debemos extender nuestro concepto de «artefactos» a todas las obras de los hombres. Y también a las consecuencias del uso de esas obras.

Dentro de estas consecuencias caben los desastrosos ejemplos, por ejemplo, de la contaminación física y psicológica que padecemos.

El mal uso de los artefactos, la adoración de los mismos, su sobrevaloración y las deformaciones sociales que ello implica, así como verdaderas aberraciones en lo psicológico, es lo que se cristalizaría como una rebelión de los mismos, cuando en lugar de servir al hombre, se vuelven contra él y le desobedecen.

Ese es, en la práctica, el peligro que vemos en esta forma civilizatoria que ha llevado a sus niños a utilizar la calculadora hasta para sumar dos más dos; que reemplaza la aventura vital por la observación de las ficciones que ofrece la omnímoda caja de un televisor; que en la elección de un piso o casa para vivienda, da prioridad al lugar en que irá colocada la maquinita para abrir latas de conservas, antes que dónde podría estar un cuadro o una estatua; que se «estupidiza» escuchando el «hilo musical» de moda por no hacer el mínimo esfuerzo de elegir por sí la música que quiere oír.

El viejo y terrorífico tema de la rebelión de los artefactos está en relación directa, no con una forma de magia negra llegada desde algún rincón ignoto del cielo, sino con la pérdida de la libertad interna humana, con los fanatismos, la ignorancia, el terror atávico, la debilidad y los vicios.

El hombre intoxicado por las drogas, que acaricie con sus húmedas manos un artefacto cualquiera, le está dando no solo una vida antinatural, sino provocando, por su propio vacío de voluntad, la manifestación de sus pesadillas errantes y el hecho de que la máquina se vuelva en su contra.

Lo que podríamos llamar «mala suerte» empieza a planear sobre sus relaciones con el artefacto y, sobre todo, hace al hombre víctima de los desechos producidos por el artefacto. Su voluntad, anulada y esclavizada por un falso deseo de confort, lo convierte en esclavo del que debería serlo suyo, y no se atreve a cambiar sus hábitos ni a romper con las modas y usos, que son a su vez desechos del tiempo viejo.

Para superar esta y cualquier otra rebelión de los artefactos, debe el hombre, primero, dominarse a sí mismo en base a una voluntad despierta y una forma de vida sana, alejada de los vicios, de las politiquerías, los racismos de cualquier color, el culto a lo feo y lo burdo y a las violencias barbáricas que hoy asolan nuestras calles.

La suma de los seres humanos sin gobierno y sin destino, engendran naciones asimismo sin gobierno y sin destino. A medida que vaya imperando la voluntad de un nuevo paradigma individual y colectivo, el peligro de la rebelión de los artefactos disminuirá hasta desaparecer.

¡Quieran los hombres y los dioses del destino que ese día no esté lejano!


Referencias del artículo
Artículo aparecido en la revista Nueva Acrópolis de España núm. 153, en el mes de octubre de 1987.

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